domingo, 12 de septiembre de 2010

Soldiers bathing, por Frank Templeton Prince (1912-2003)

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Frank Templeton Prince es un poeta inglés prácticamente olvidado, salvo por este poema. En Soldados bañándose, el poeta se atreve a mezclar en un mismo texto imaginería homoerótica, bélica y religiosa sin que en ningún momento parezca fuera de lugar. Merece que se lea la Poesía Completa de este raro de la poesía inglesa del siglo XX.


Soldados bañándose


Al anochecer el mar avanza sobre la arena.
Bajo un cielo enrojecido contemplo la libertad de un puñado
de soldados que me pertenecen. Desnudos
para bañarse en el mar, gritan y corren en el aire cálido;
su carne, desgastada por el comercio de la guerra, conforta
y en mi mente pugna por su significado.

Ahora todo es pathos. El cuerpo, que era de rango
grosero, famélico, repugnante en la acción o en reposo,
todo él fiebre, suciedad y sudor, su fuerza animal
y su animal descomposición, con el dolor y el esfuerzo se convierte al fin
en frágil y luminoso. “Pobre animal desnudo de dos patas”;
consciente de sus deseos y necesidades y de la carne que se alza y cae,
se detiene en el aire suave deleitándose, después de tanto trabajo,
en la dulzura de su desnudez: dejando que las olas del mar envuelvan
sus lenguas espumosas a su pies, olvida
su odio a la guerra, la presión terrible que engendra
una maquinaria de esclavitud y muerte;
cada uno esclavo que hace esclavos al resto: descubre
el recuerdo de su vieja libertad en un juego,
se burla de sí mismo, y con humor imita al miedo y vergüenza.

Juega con la muerte y la animalidad.
Y leyendo las sombras de su pálida carne, veo
la idea del boceto de Miguel Ángel
con soldados que se bañan, que se dispersan en mitad del baño
por alguna incursión del enemigo, un episodio
de las guerras de Pisa con Florencia. Recuerdo cómo mostraba
sus extremidades musculosas que trepan desde el agua,
y cabezas que se giran, ansiosas por la matanza,
olvidadizas de sus cuerpos desnudos,
y deseosas por ponerse las armas que habían dejado en el suelo.
- Y también pienso en el tema que otro encontró
cuando, sombreando cuerpos de hombres sobre un siniestro fondo rojo,
otro florentino, Pollaiuolo,
pintó una batalla de desnudos: guerreros, a caballo, atacaban al enemigo,
hundían sus dedos en el suelo y degollaban
al hermano desnudo que yacía entre sus pies
con una mueca en los labios que hacía que se le vieran los dientes.

Eran italianos que conocían la desolación y la tragedia de la guerra
y la mostraban detenida, desnuda de todo: un tema
nacido de la experiencia del extremo horrible de la guerra
bajo un cielo donde incluso el aire circula
con lacrimae Christi. Porque esa amargura, esos golpes,
ese odio en la matanza, ¿qué pueden ser
sino un comentario directo o indirecto
de la crucifixión? Y el cuadro quema
con indignación y piedad y desesperación sucesivas,
porque es el anverso de la escena
en la que Cristo cuelga asesinado, desnudo, sobre la Cruz. Quiero decir,
esa es la explicación de su furia.

Y nosotros también tenemos nuestra amargura y piedad que comprometen
sangre y espíritu en esta guerra. Pero la noche comienza,
noche de la mente: ¿quién es, hoy, consciente de nuestros pecados?
Aunque cualquier hecho humano concierne a nuestra sangre,
e incluso tenemos que entender lo que nadie ha entendido,
que existe un amor grande por encima todo lo que hacemos,
y que eso es lo que nos ha llevado a esta locura, porque muy pocos
son capaces de sufrir todo el terror de ese amor:
el terror de ese amor nos ha empujado a girar en este surco
engrasado con nuestra sangre.

Estos se secan y se visten,
se peinan y olvidan el miedo y la vergüenza de la desnudez.
Porque aterra amar preferimos
la libertad de nuestros crímenes. Y sin embargo, mientras bebo el aire oscuro,
siento un gozo extraño que me llena por completo,
una extraña gratitud, como si el mal mismo fuera bello,
y beso la herida mentalmente, mientras al oeste
contemplo una veta roja que podría haber salido del pecho de Cristo.

Traducción de Julio Mas Alcaraz

 

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