jueves, 12 de enero de 2012

Luis Bagué Quílez sobre El niño que bebió agua de brújula

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El pasado 29 de diciembre, el poeta y crítico Luis Bagué Quílez publicó esta reseña muy bien detallada y documentada en el Diario Información de Alicante.

Líneas de fuga

El niño que bebió agua de brújula se parece más a un fractal, a un caleidoscopio o a un rompecabezas que a un libro de poemas. Por eso, su lectura supone un desafío para el crítico que acostumbra a rastrear genealogías literarias y a buscar parecidos de familia. Julio Mas Alcaraz (Madrid, 1970) ha traducido a John Ashbery y a Anne Sexton. Su nuevo libro se abre con un pórtico escrito por Antonio Gamoneda y se cierra (o casi) con un apartado de agradecimientos donde abundan los autores de las últimas promociones. Sin embargo, quien pretenda ver en estos datos una guía para navegantes está condenado a perder el norte. El niño que bebióÉ exige un crítico-cartógrafo, dispuesto a adentrarse en el mapa mudo de la página y a dejarse deslumbrar por la orografía que va emergiendo ante sus ojos.

Como aconsejaba Horacio, Julio Mas prefiere el comienzo in medias res. En una estructura rayuelesca, nos encontramos de entrada con el Tiempo 4, que el lector-espectador habrá de acomodar a la rueda cronológica propuesta por el poeta. En ese tiempo inicial se esbozan ya algunas de las características del conjunto: polifonía coral, flashes visuales, omisiones y elipsis violentas, fundidos encadenados y espejismos pronominales que nos obligan a cambiar constantemente de persona enunciativa. Desde la secuencia VII a la I, el escritor traza un peculiar viaje a la semilla. La modulación lírica se define por una distancia que remite a las tinieblas de ultratumba o a la ucronía neonatal. Entre brumas, escorzos y perfiles difusos, avanzamos hacia la des-figuración de una novela autobiográfica.

El dispositivo simbolista cristaliza en Tiempo 1 y Tiempo 2, en cuyos fotogramas confluyen el mundo exterior y el esqueleto interior, la descomposición orgánica y la composición de la mirada. Flores de plástico, pájaros de cristal, cámaras de vigilancia o minuteros sin agujas son algunos de los objetos encontrados en una Oficina que nos recuerda a las del Lorca neoyorquino y a las de Edward Hopper. De hecho, la plasticidad de las imágenes y el lenguaje de la desolación construyen un paisaje que no es ajeno al compromiso con lo humano ni a la vocación trascendente. Así, no es extraño que las alas de un mirlo muestren las cicatrices de la deforestación, o que el sueño de libertad de un guacamayo planee sobre "las largas colas de parados". Con todo, esta preocupación socioecológica no es incompatible con una perspectiva omnisciente, que se eleva sobre las luces de neón, la geometría de los tejados o los túneles del metro para atravesar el umbral de lo visible.
El siguiente apartado, Tiempo 3, indaga en los contraluces de la identidad y en las paradojas de un yo abismado en el laberinto de la soledad. Los miedos de la infancia y el vértigo de la edad adulta se desplazan en Tiempo 5 hacia el territorio de la naturaleza. El autor despliega aquí un caudal expresivo cercano a la intensidad de la greguería (El cielo se expande en ondas cuando le lanzas piedras), o proclive al desarrollo lógico del aforismo (Mis manos tocan la tierra y hacen surcos. // Ser lo mineral, lo / inorgánico y eterno). El aquelarre de las fuerzas elementales y el arrastre cosmogónico impregnan las marinas tempestuosas del Tiempo 6 y las arenas movedizas del Tiempo 7. A su vez, el Tiempo 8 se centra en la aleación entre la divinidad y la muerte. En estas secuencias coexisten la escalera de Jacob que conduce al desorden espiritual, la voluntad panteísta y la desemantización del sujeto y del lenguaje: ese desidentificar / desconocer / irreductible que limita con el balbuceo de la mística.

Precedido por una cita de San Juan de la Cruz, el Epílogo transita entre la búsqueda de la armonía y la constatación del caos. Los poemas Shaktishiva en gaudia amoris y Noche de San Juan mezclan y agitan los mitos fundacionales y las preguntas eternas, el origen y la devastación, el sueño y la vigilia, la revelación sacralizada y el vitalismo paganizante, la profecía del verano y la sufriente "parábola del hombre". El Contraepílogo, banda sonora para los títulos de crédito, certifica el fin del trayecto: Tu exploración de lo posible ha terminado. En definitiva, El niño que bebió agua de brújula es un libro singular y distinto, que nos descubre a un autor dotado de una imaginación prodigiosa y de una voz personal. He aquí un auténtico sleeper poético.
 

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