domingo, 19 de febrero de 2012

El niño que bebió agua de brújula, en Nayagua

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La excelente revista que coordina Julieta Valero para la Fundación Centro de Poesía José Hierro se ha subido a las nubes digitales y ahora también se puede encontrar en formato digital:

http://www.cpoesiajosehierro.org/web/front.php/publicaciones/revista-nayagua/item/nayagua-16-nuestro-primer-numero-digital

He tenido la inmensa fortuna de que en el nuevo número de Nayagua se encargue de la crítica del Niño nada menos que Antonio Ortega, para mí uno de los mejores críticos de poesía de España. Ahí le dejo:


La escritura de Julio Mas Alcaraz (Madrid, 1970) exige que la imaginación del lector siga el proceso del poema y no se quede únicamente en su sentido, pues si es misteriosamente transgresora de los límites, lo es porque en ella la palabra se identifica con la inmediatez misma de la conciencia. Es una asombrosa reflexión sobre la condición humana, la infancia y la memoria, el desamparo y el dolor, sobre el mundo como parte esencial del universo. El lector deberá dejar de luchar en contra de la ansiedad del significado y mirar para ver entre el hábil deslizamiento de planos y los entrecruzamientos de un montaje poético invisible, pues la memoria es parte de una comunidad inmaterial y profética: “cada cuerpo contiene una esfera y una profecía”.

El libro traza un itinerario fascinante sobre el mapa de la geografía humana, a través de “el orden de una memoria que entiende tu dolor”. Pero además del libro de la memoria, lo es de la conciencia crítica: “Hablemos de densidades, del agua y del mercurio. O de lo que no tiene conciencia de ser. O de lo que tiene conciencia y habla en duermevela”. Una especie de nuevo objetivismo, una suerte de poesía de las cosas, eso que Rilke denominaba el “espacio interior del mundo”. La cartografía intensa de lo que nos rodea y somos. Sus poemas son criaturas de un habla interior, una voz que se repliega sobre sí misma, se concentra y regresa a su propia fuente, “a veces llamamos origen a todo aquello con el mismo valor que una pesadilla”, y se ajusta al orden del mundo que quiere expresar, pues “el cielo se expande en ondas cuando le lanzan piedras”. Pero nada es aquí explícito, lo que aparece se muestra en el poema. La clave es esa voz que habla y que es el ritmo y la escritura de la conciencia, pues “la conciencia le arrastra hacia su propio abismo”.
Uno de los rasgos que distinguen mejor la poesía de Mas Alcaraz es el control sobre el desarrollo de un poema que surge de un punto y vuelve a él, para enriquecerlo y poder ver la amplitud de su recorrido, las sucesivas relaciones que se van creando: “La paradoja / del cruce y volver/ si la salida/ y círculo/ que nunca”. La lucidez de la trama en la construcción del poema. Un lenguaje que para revelar hace uso extremo de sus cualidades expresivas, abierto al vuelo imaginativo de experiencias profundas. Por eso su tendencia a lo simbólico, a la imagen múltiple y vibrante. Las palabras fulgen en su intensidad, en su actividad interna, porque quieren dar envoltura carnal a la angustia, la soledad, al desamparo de la existencia y a la propia muerte, al cuerpo fragmentado y a veces desintegrado, a “la obscenidad de los desgarramientos”.

El centro al que se vuelve siempre, casi como a un espacio sagrado, es el de la infancia. Decía el chileno Humberto Díaz-Casanueva que “el poeta se caracteriza porque conserva en el fondo de su ser un niño permanente y mágico que contribuye a la creación poética con sus alegrías, sus dolores, sus crueldades, su capacidad de asombro ante el mundo, su gusto por lo maravilloso”. Son los ritmos de la memoria. Una continua metáfora sin recurrir a los medios habituales de la metáfora, un ritmo intenso sin apelar a la emoción patética ni a la belleza convulsa, porque su lenguaje parece estar siempre nombrándose a sí mismo, dominando el espacio y el mundo que su palabra designa, dispuesto en metáforas orgánicas: “Es el desorden de la pertenencia. / El intenso borrado de las palabras / para escribir de nuevo sobre ella”. La alianza entre seres, objetos y sentidos, anuncia la disolución de cualquier hiato entre lo de más allá y lo de acá, acaso sólo la percepción de existir. Sobrecogen las metamorfosis de su escritura, el caos bullente de sus imágenes, su intensidad visionaria. “El tiempo mayor que lo es todo”, el tiempo visto como una fuerza material que se instala en los seres y en las cosas contaminándolos de su propia sustancia. Ahí empieza a dibujarse el rostro final del libro: “Para ti, el tiempo es el vacío que se expande; para mí es un vaso, una cuchara y una sustancia insoluble a la que doy vueltas”.

Sus versos tienen un flujo largo y dilatado, con un ritmo propio y particular, un modo de dicción rematado conforme al agolpamiento de abundantes imágenes visuales, plásticas, una acumulación casi agresiva, capaz de suscitar una realidad que se dilata, dotada de una luz intensa, que tiende a expandirse para ver más allá de todo límite: “El extremo, el límite, / para que nunca / sea poco”. Es la perspectiva del mosaico lo que permite considerar como estructura la totalidad de un discurso poético que se desgrana en imágenes insólitas, capaces de transfigurar cualquier realidad. Una sintaxis abierta, potenciada por las interacciones del significante, por el denso soporte lingüístico de ese bazar desbordante de signos de una escritura que hace suya una constante ley asociativa: “Piedras en piedras significan al signo”.

A pesar de la explicitud del discurso, hablar de surrealismo en este universo personal, entre la realidad y la ficción, sólo sería posible a condición de adscribir genéricamente estos poemas a una percepción anómala de la realidad. Una entre las muchas posibilidades que se abren cuando se rompe el usual sistema que une y relaciona las cosas a las cosas, y las cosas a las palabras. Una especie de surrealismo más profundo, donde la experiencia se hace compleja, porque aquí no se busca el sentido del mundo más allá de su apariencia, ni se evita el estado de vigilia de un ansioso deseo de omnipotencia. Por el contrario, se elude cualquier rígida división u ordenada asunción, para así devolver a la conciencia su espesor potencial, colocando en el mismo plano la historia y lo imaginado de la historia, el sentido común y la quimera, según la lógica que avala toda lógica, ya venga de un riguroso pensamiento aristotélico o del escurridizo y fugaz viaje de la mente: “el desorden espiritual frente a la lógica // hacia el instante anterior al pensamiento”.

Una búsqueda no sólo estética, sino ética y existencial. La identidad parece estar en las cortezas que recubren al yo, en sus ángulos de desviación. Uno está siempre en sí, pero hay que salir del yo para dar cuenta de lo que se ve y de lo que se piensa. La potencia y novedad, el avance de la escritura de Mas Alcaraz, viene de romper con una mirada ajustada a la cortedad descriptiva de frescos costumbristas y domésticos, para hacerlo desde una mirada reflexiva y apelativa, una mirada que pasa a través de la vida, que no la fosiliza, ni la interpreta, ni la describe, que “necesita alejarse de cualquier espacio en lo común”. Y una poesía que abandona el reconocimiento de la mera representación, es por fuerza una poesía inconformista. Un discurso en contra del discurso, sujeto a los azares de la vida. Acaso una ficción épica, pues “hay senderos que se extienden de sí mismos más allá de lo que eran”.

Quien esto escribe debe dar las gracias, porque en su lectura, este libro supo hacerle inseguro, arrastrado por la tensión del habla ininterrumpida de un pensamiento radical que se ejerce en el momento mismo de la expresión. Al lector decirle que lo que aquí va a encontrar es algo que aún no sabe, y que acaso deba aprender: “Tú eres la distancia ahora. Eres el espacio y el tiempo por separado. Tu imagen y tu idea. // Todo lo demás, quienes me rodean, hablan, se desvanecen, y tú detrás, sólo tú. En la vuelta. En la imposibilidad del presente”.
 

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